"Mi Retrato" por el poeta malagueño Manuel Alcantara E-mail

Primero vivir, luego pintar. Para ganarse la vida o para revelarla o para apresar su fugacidad. Manolo Pacheco es un vitalista, un hombre bien avenido con el mundo que a pesar de eso, se construye otro mundo de líneas y colores. Monta a caballo, mira el mar desde una colina baja, olfatea por los alcores el aire benigno de la Axarquía, acaricia a sus dobermans y vuelve, una y otra vez, a su vocación, o sea a su destino. El destino de Pacheco es la pintura. Eso es lo que le constituye y le distingue, pero de pronto, le ha sido revelado que todo artista es su techo de exigencia. Sabe que le restan aún muchos años, pero ha decidido echar el resto. Situado en la frontera, hay que entender esta exposición como la clausura de una etapa y el inicio de otra. Seguirá siendo el mismo porque, como decían nuestro antepasados árabes, nadie puede saltarse su propia sombra, pero será distinto. Y otro será su zoo de cristal, aunque persista el aleteo de sus palomas y aunque sus caballos, que son del hipódromo de Da Vinci, sigan emprendiendo carreras perseguidos por sus crines.


Es la serenidad, junto a la aspiración de la luz, lo que determina el carácter de esta pintura matinal y soleada. Todos estos cuadros parecen hechos en un radiante mediodía. Manolo Pacheco, que es un artista inequivocamente andaluz, no pretende apesadumbrar a nadie reflejando los lados más crueles de la vida. Se limita a dar testimonio de lo cotidiano. Sabe, como lo supieron los griegos, que la pintura es una poesía muda. Por eso sus cuadros tienen silencio. Un silencio como de parque por donde nadie paseara. Un parque sólo habitado por sus bien amadas palomas. La paloma -"ave lasciva", dijo Góngora- es como un símbolo, no del espíritu, ni de la paz, sino del terrestre amor por los animales, esas "pobres almas mudas", esos misteriosos compañeros de viaje en esa extraña aventura que llamamos vivir. Manolo Pacheco, que tiene aire de profesor recién llegado de una universidad extranjera o de violinista austríaco, es en realidad un franciscano clandestino que mueve sus pinceles al dictado del pobrecito de Asís. Si a vuestra ventana llega una paloma, tratadla con cariño: procede del palomar del santo, que le ha dado licencia para que vuele desde el cuadro.

Manuel Alcántara

 
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